Exageradamente
inadecuado.
Así es como Chūya
recuerda su primer encuentro con Dazai.
Fue un otoño,
hacía mucho frío y las hojas de los árboles esparcidas por el suelo crujían a
cada paso. Chūya no estaba ni siquiera cerca de dominar el japonés, pero sí que
pudo soltar un par de maldiciones en el idioma cuando lo vio.
«La escena».
Aquella escena que nunca se borró.
Era su cuarto
día en la ciudad, el segundo que pisaba el campus y el primero que podía entrar
a la que sería su habitación. Tachihara se había ofrecido a acompañarlo, porque
Chūya era hermoso y llamativo, porque cualquier cosa le podía pasar si caminaba
solo y como perdido… Chūya se había burlado de aquellas suposiciones, sin
embargo, cuando abrió sigilosamente su puerta y se encontró con dos sujetos
haciendo… teniendo… «eso» en el suelo, supo que debió haber aceptado la
compañía de su amigo. Cerró inmediatamente dando un portazo, pero no se movió
realmente.
A saber cuánto
tiempo estuvo parado a lado de la puerta, con el equipaje apretado entre sus
manos y el rostro más rojo que un tomate.
Para cuando la
habitación se abrió, un joven de cabellos blancuzcos y ojos llamativos salió
disparado: ropa desaliñada y muy despeinado, ni siquiera lo saludó o miró, sólo
se marchó por el largo pasillo, corriendo.
Chūya supo en
aquel momento que ese sujeto era un maleducado.
No entró
enseguida, esperó un par de minutos y esta vez tocó. La puerta se abrió no
mucho después.
Y… Joder.
Sólo Chūya
sabe que estaba molesto, y que aunque sabía fue error suyo también por no tocar
desde el principio, tenía preparado un discurso sobre los buenos modales y la
decencia que le escupiría en la cara a su desvergonzado compañero nada más tenerlo
enfrente.
Pero…
Otra vez…
Joder.
Era tan alto y
delgado, las puntas de su cabello castaño iban para todos lados y el uniforme
soso azul desarreglado le lucía tan bien a él. Estaba descalzo y la piel aún le
brillaba ligeramente por el sudor; lo más llamativo, sin embargo, —o al menos
eso que dejó mudo a Chūya—, fueron sus ojos. Oscuros. Fríos. Aburridos.
Desinteresados. Hipnotizantes. Asfixiantes.
Tan vacíos y
tan llenos a la vez.
Y es hermoso
pero también tortuoso recordarlo. Porque Chūya no puede evitar derramar
lágrimas silenciosas mientras espera a que su vuelo salga. Porque se da cuenta
de que esto, Dazai y él, hasta en los recuerdos duele más que nada, y aún así,
a pesar de todo, todavía deja su vida entera atrás y corre hacía él si promete
amarle aunque sea un poquito de vuelta.
Se odia por la
nula dignidad, pero ama más a Dazai.
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