Cuando Mary nació, hacía mucho calor.
El verano en Londres no solía ser así,
pero ese 30 de agosto parecía ser una excepción a la regla. O al menos, eso es
lo que la madre de Mary siempre le dijo.
Mary creció sabiendo que era una chica
especial, y eso no sólo se debía al clima el día de su nacimiento, o a que
tenía una belleza digna de la realeza cuando más bien su familia a penas se
mantenía en los peldaños de la aristocracia gracias al oficio y contactos de su
padre. Mary era especial más bien por este don excepcional que descubrió un día
frio y lluvioso.
Tenía cinco años y eran los primeros días
de marzo, cuando el invierno estaba pronto a convertirse en primavera. Papá
estaba limpiando la entrada principal de la poca nieve que quedaba mientras
mamá preparaba la cena. Mary estaba aburrida porque ninguno de ellos le prestaba
atención, y por eso fue por lo que se detuvo un momento a merodear en el
cobertizo. Y allí fue donde sucedió: cuando vio un nido de pájaros volcado en
la esquina húmeda de la izquierda, detrás de la cortadora de papá. Un pájaro
grande piaba dolorosamente sobre un par de pájaros más pequeños y desnudos;
Mary se acercó y el único animal consciente voló sobre su cabeza y escapó por
un agujero en el techo.
A los pies de Mary estaba ahora sólo un
nido lleno de pájaros muertos.
Los vio con tristeza y cierto horror, no
quería tocarlos, sin embargo, aún contra ella misma, se vio agachándose hasta
quedar de rodillas y tomó a los muertos en sus brazos, acunándolos con cariño.
Sin querer comenzó a llorar.
Las lágrimas pronto bañaron por completo
sus mejillas y se escurrieron más abajo, mojando también su regazo y por ende,
a los pájaros. ¿Cómo podía sucederle esto a alguien tan indefenso y frágil? Al
principio Mary pensó que todo se debía a las inclemencias del clima: el frío
extremo y quizás también la falta de comida, habían llevado a los pájaros a la
muerte segura, pero, observándolos más de cerca, podía ver claramente que el
nido estaba maltratado y los cadáveres no estaba del todo completos.
Un trozo de ala faltaba.
Una patita rota.
Una cuenca vacía.
¡Oh! Alguien los había asesinado…
Probablemente otro pájaro más grande y hambriento. Un cuervo, tal vez.
No fue por conocimientos adquiridos, Mary
era sólo una niña que apenas comenzaba a leer después de todo, pero esa noche,
luego de la cena, se escabulló en su habitación con los cadáveres de los
pájaros. Dibujó en su libreta —lo más detalladamente que pudo— al pájaro grande
que parecía ser el padre o madre de ellos y se puso manos a la obra.
¿Por qué lo hacía?
Quizás era compasión, Mary nunca reflexionó
en eso ni siquiera cuando creció, pero algo en su interior siempre le dijo que
podía arreglarlo: la muerte. Que eso era algo a lo que no debía temerle porque
podía controlarlo si quería.
Y Mary quiso.
Muchas veces.
Su primera vez fueron los pájaros.
Luego lo intentó con insectos, como las
abejas y las hormigas.
Siguieron entonces animales domésticos;
alguna pandilla de gatos o perros callejeros que tenían conflictos entre ellos.
Que habían sido envenenados por algún carnicero o vecino cruel y harto.
Su don era también su secreto. Aprendió a
la mala que era tan especial que el mundo no estaba listo para verla actuar.
Eso hasta que llegó este hombre ruso a su
guarida y le sonrió a sus cualidades, la elogió con palabras que jamás creyó
alguien le diría y le dio un propósito.
Darle vida a ese otro hombre.
Y Mary lo hizo porque cuando le contaron
su historia y todo el dolor por el que en vida pasó, volvió a sentirse como la
primera vez con los pájaros. La empatía y la calidez del mundo entonces se
juntaron en sus manos de madre.
Las manos de la vida.
Habilidad
especial: Frankenstein.
***
Usaré a este personaje alguna vez ><!
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