La
casa de Fyodor es amplia, construida con una combinación de madera y ladrillo
rojo; tiene un patio grande y hay algunos árboles rodeando la construcción.
Está situada sobre una colina que a sus faldas resguarda un pequeño lago. Para
ir al centro de la ciudad se necesita de un coche, afortunadamente, Fyodor
tiene al menos tres autos y dos choferes a su completa disposición.
Son
las cinco menos quince de la tarde y Chūya está sentado en la terraza bebiendo
té, solo. Desde que despertó no ha visto a Fyodor. Las criadas le informaron
que el «señor» se encontraba en su estudio y así era. No pasó mucho tiempo después
de su despertar para que la música del ruso inundara la casa. No era una
melodía alegre o melancólica… sólo… era música que al pelirrojo no le
transmitía nada.
Tema
a parte, a pesar de las sonrisas y amabilidad que todos se esfuerzan por darle,
Chūya no va a mentir. Se siente incómodo.
No
está acostumbrado a tantos lujos; la casa enorme y llena de artilugios costosos
y antiguos, la servidumbre yendo de aquí para allá en su fan de mantener todo
limpio y en su lugar; las cortinas, alfombras, sábanas y cojines, hechos enteramente
de telas finas… En una vitrina en la cocina, Chūya vio cuando llegó un estante
lleno de botellas: coñac, whisky, ron, licor, y el gran favorito de Fyodor:
vodka. Todas con nombres que Chūya sabe, no se podría costear ni juntando su
dinero de esta vida y otras diez.
Hace
apenas un mes que vive allí, y aunque Fyodor es todo amabilidad y buenos tratos
la mayoría del tiempo, no logra hacerlo sentir como en casa. No se siente como
que estén creando un hogar. Chūya ve en Fyodor la diferencia y los cambios en
su trato para con él ahora que son una pareja formal y no sólo amantes
ocasionales, y aun así él no es capaz de cambiar nada.
No
lo ama.
Ni
siquiera lo quiere.
No
lo desea.
Y
se está cansando de pretender todo lo anterior.
—Chūya.
—La voz de Fyodor suena detrás de él, suave pero no dulce—, ¿otra vez bebiendo
solo en la terraza?
—Me
gusta estar aquí. —Fyodor se coloca frente a él y se pone en cuclillas para
estar a su altura; con la mano izquierda le sostiene el mentón, su mirada es
dura:
—¿Por
qué no has compuesto nada? —Chūya está por replicar cuando siente que el agarre
de Fyodor se afianza y comienza a lastimar. Le está enterrando la uña de su
pulgar—; no, Chūya. Las hojas que jugueteas por las noches no cuentan como
composición porque son deprimentes; —una pausa y Fyodor aprieta los labios—, son
para él… —otra pausa, esta vez más larga—. He sido todo lo que no soy para
complacerte, y aun así no consigo hacerte feliz.
—Fyodor…
—Cállate.
Fyodor
se reincorpora pero no lo suelta, obligando con esa acción a que Chūya se ponga
de pie también.
—No
me hagas odiarte.
Chūya
se deja caer al suelo lentamente cuando Fyodor lo suelta e ingresa al interior
de la casa.
No
está bien.
Y
es injusto y confuso pero no puede evitarlo. Chūya necesita dejar a Fyodor ya,
y no puede.
No
quiere.
A
pesar de todo, Fyodor es su escondite, su soporte y obligación. Aquel
compromiso que como supuesta persona fiel que es, lo obliga a mantenerse
alejado de Yokohama, específicamente de Dazai.
El
perro malnacido que todas las noches le escribe un mensaje.
El
lunes lo ama, el martes lo quiere, el miércoles lo extraña, el jueves lo desea,
viernes y sábado desaparece, el domingo vuelve sin letras y en su lugar una
foto de él, encamado con su amante en turno. Y así, es un ciclo de nunca
acabar. Un círculo vicioso y enfermizo que a pesar de todo, Chūya no termina; dado
que nunca responde, ni siquiera para quejarse, no trata de ponerle un alto a
Dazai, porque secretamente, es feliz de lunes a jueves y hace caso omiso del
dolor que le genera el final.
Fyodor
vuelve a la terraza sin que Chūya lo note y lo abraza por la espalda, con
fuerza y casi desesperación. Permanecen de esa forma largo rato.
Chūya
está callado, prácticamente ido; así le duele menos el sentimiento de culpa que
a diario lo embriaga.
Fyodor
siente que está perdiendo y no puede aceptarlo.
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