—¿A dónde vas?
—Chūya se guardó el celular en la bolsa de su chaqueta y tomó las llaves.
—Eres un
olvidadizo… Hoy es la exposición de los dibujos de la clase de Tachihara, te lo
dije desde hace un mes. —Dazai rodó los ojos y fue hasta donde el pelirrojo
para abrazarlo por la cintura.
—Sabes que no
recuerdo información irrelevante.
—Mis amigos no
son irrelevantes.
—Como sea,
—Dazai le restó importancia al asunto y se apretó más contra el cuerpo de Chūya—,
no vayas, —depositó un suave beso cerca de su oreja y comenzó a bajar—, quédate
conmigo.
Del cuello se
trasladó a la barbilla y sin prestarle demasiada atención a ese lugar, atacó
sus labios. Chūya no se quejó ni lo detuvo; le gustaba cuando Dazai se ponía
así, un poco dominante y rudo. Sintió una de las manos del castaño abandonar su
cintura para ahora ir a su cabello y enredar sus dedos en él:
—El pelo de Chūya
es como el de una chica. —Chūya respondió dándole un puntapié en la espinilla y
empujándolo.
—Así menos vas
a convencerme de no ir. —Dazai bufó y se alejó.
—Anda, vete.
—Instó el castaño mientras se enfurruñaba en la cama con gesto indignado.
Chūya le
dedicó una sonrisa y se marchó.
La exposición
de arte de Tachihara no era dentro del campus, y tampoco eran sólo los modestos
dibujos que Chūya alguna vez le vio a su amigo; fotógrafos, pintores,
escritores, músicos, dibujantes… el vestíbulo del hotel estaba atiborrado de
gente, la mayoría demasiado bien vestida para su gusto.
Chūya se envolvió
mejor dentro de su sencillo abrigo y anduvo con cuidado entre las diferentes
salas, tratando de encontrar a Tachihara en una misión que parecía imposible.
—Disculpa,
—chocó contra un chico pálido y de aura sumamente sofisticada que a penas le
dirigió una mirada. En su camisa negra resaltaba a la altura del pecho un
broche dorado con la insignia de su colegio—; ¿eres alumno de YDC?
—Sí. —Su voz
era ronca.
—¿Conocerás,
de casualidad, a Michizō Tachihara?
—Sí.
—Podrías… —Un
tosido leve y un carraspeo por parte del contrario.
—Revise las
etiquetas a la derecha de cada entrada y corrobore con su invitación. Si no me
equivoco, los dibujantes están en la sala B 32, en el segundo piso.
—Gracias. —El
muchacho asintió y así de rápido como apareció, desapareció de la vista de Chūya.
Habría sido
tonto correr sólo para encontrar a Tachihara, así que Chūya se tomó su tiempo
para apreciar las cosas que le llamaban la atención en su camino.
En la sala A
15, justo en la entrada, había dentro de una vitrina tres libros; uno rojo,
otro amarillo y el último: verde, los custodiaba un rubio alto de porte
elegante con un broche que lo identificaba proveniente de una universidad de
Tokio. «Ideal», rezaban sobre la portada todos los libros, y eso se antojaba
muy curioso; Chūya habría preguntado algo si el dueño de ellos no luciera tan
inaccesible.
Dentro de la
sala A 22, en la esquina menos concurrida, Chūya pudo dilucidar a Mark Twain
conversando animadamente con una chica de lentes y cabello castaño corto que
exhibía detrás de ella pergaminos llenos de notas musicales. Una compositora,
como él.
Antes de que
Twain lo viera, optó por salir huyendo de allí.
Con ese
movimiento, ocurrió entonces el segundo choque dentro de aquel lugar.
Con el segundo
chico pálido que conocería ese día.
Pero ese, a
diferencia del primero, fue algo más… impresionante.
Porque este
sujeto alto y pelinegro, delgadísimo y extremadamente atractivo, le sonrió de
una forma que ya antes había visto.
Lo miró de una
forma en la que ya antes lo habían mirado…
En esa fría tarde
de otoño, Chūya conoció por segunda vez a alguien con una sonrisa tan cálida
como los rayos del sol, y una mirada tan fría como el hielo.