Aquí
también está nevando.
Si
miras el calendario la primavera se ve cercana, pero el sentimiento de frío
extremo y días grises, tristes, parece interminable. Fyodor se sienta en el
balcón a pesar de todo, a lado de la silla que Chūya siempre usaba; de vez en
vez la mira de reojo y se imagina que el pelirrojo está allí, siendo
melancólico y hermoso, inspirador y, sobre todo, doloroso.
Mirando
al pasado, es cómico el cómo conoció a Chūya porque parece un encuentro
planeado por el destino; engañoso, porque en cualquier historia a quien conoces
por culpa de un empujón, es siempre tu amor verdadero y con quien te quedas al
final.
Sin
embargo, hoy es Fyodor quien está mirando la nieve caer en completa soledad.
Durmiendo
en una cama que lo asfixia con los recuerdos de un cuerpo que creyó poseer,
pero nunca obtuvo del todo.
Comiendo
en una mesa que guarda miradas tristes y pedazos de conversaciones irreales.
Respirando
en el aire los retazos de aroma que Chūya dejó antes de marcharse.
La
empleada doméstica hace pequeños ruidos a veces cada que limpia las
habitaciones, es tan correcta y respetuosa que a Fyodor le molesta. Chūya era
una tormenta, siempre estaba cantando y yendo de un lado para otro, cambiando
las cosas de lugar cada dos por tres. Ni siquiera el alfombrado en el suelo era
capaz de tragarse el ruido de sus fuertes pisadas.
A
ratos estaba tan vivo y era la representación humana de todo lo que Fyodor
alguna vez añoró.
—Hey.
—Fyodor se sacude un poco al escuchar una voz detrás de él—. Cierra esas
malditas ventanas, hace frío y tengo hambre.
Hay
días en que dicha presencia lo descoloca por completo porque se hunde en sus
tristes pensamientos sobre Chūya y su abandono.
—¡Do,
hazme caso maldita sea!
Pero
este rubio imbécil que hace berrinches por todo y se burla de hasta la más
mínima tragedia…
—Sólo
a ti se te ocurre mantener ese maldito balcón abierto en estas fechas, ¿qué no
vez que…?
Físicamente
no se parece en nada a Chūya, porque es rubio, alto y de una piel tan pero tan
blanca y suave que tocarla se siente como beber lecha tibia. Sus ojos son
pequeños y cerúleos, además de que su timbre de voz es demasiado chillón para
ser soportable. Sin embargo, sus comportamientos a veces son agradables.
A
veces son como los de Chūya.
De
vez en cuando sus ojos brillan con inocencia y felicidad absurda, es ruidoso y
parlanchín también. Va de un lado para otro susurrando cosas, y aunque hace
poco que se instaló, se siente amo y señor de toda la casa ahora.
—Do,
¡está nevando!
No
es su amante, no. Porque a pesar de que Chūya siempre creyó lo contrario,
Fyodor no es ese tipo de persona. Su parecido con Dazai lo condenó de alguna
forma frente a esos ojos azules que constantemente lo veían con un velo de duda
en la superficie, como preguntando en qué momento le iba a fallar.
—Carajo,
¡hazme caso, Do!
—Deja
de acortar mi nombre de esa forma tan vulgar. —Fyodor avanza hasta él, hasta la
ventana del balcón donde Chūya también solía pararse a mirar.
—Cuando
éramos niños no pensabas que fuera vulgar… Do.
Fyodor
lo mira con desdén, aunque Gogol no le esté prestando atención porque está
demasiado embobado con la nieve. Es estúpido y luce como un crío, como un
mocoso tan vivo…
No
es su amante, no. Fyodor lo repite como un mantra dentro de su mente. Pero es
su mejor amigo y lo quiere. Recientemente lo desea. Anhela absórbele esa vida
que Chūya le negó.
¿Está
mal?
Fyodor
sabe que esta vez Chūya no volverá y aunque duele, ya no importa.