«FIN»
Fyodor ve cómo Chūya, —que sólo está un par de
pasos delante de él—, cierra el libro y se desvanece súbitamente; apenas logra
sostenerlo para que su cuerpo no choque con el suelo. Las enfermeras corren a ayudarlo
y luego de sentar a Chūya en las bancas, le facilitan un poco de algodón y
alcohol para que lo reanime.
Chūya reacciona un poco después, su vista está
nublada y mira, perdido, el lugar en el que está. Todo es blanco y huele demasiado
a antisépticos, hay enfermeras pululando frente a él y algunas de ellas le
dirigen una mirada de vez en vez. Fyodor está a su lado, susurrando su nombre y
sosteniendo con delicadeza su mano.
Sí, es Fyodor Dostoyevski quien lo está
consolando.
Chūya se levanta de un salto y mira, agitado,
para todos lados. A sólo un par de metros de distancia se encuentra tirado el
libro, el texto que después de todo parecer ser real. Chūya empuja sin mucha
fuerza la mano de Fyodor y corre a recoger su
regalo: un libro encuadernado de manera casera y con las hojas llenas de manchas
de tinta y rayones, con oraciones que a veces no se entienden del todo y un
olor a humedad y sal. Se traga el nudo en su garganta y sus manos vuelven a temblar
ferozmente; levanta la vista cuando siente a Fyodor a su lado y se deja llevar
por él. Fyodor dice algo a las enfermeras y ellas asienten, luego toma a Chūya
de los hombros y lo obliga a salir de allí.
Un taxi los está esperando afuera y los conduce
en total silencio al hotel.
En todo el trayecto Chūya no deja de temblar y se
aferra inhumanamente al libro que sostiene contra su pecho.
Cuando llegan a su habitación, siguen aún sin
intercambiar palabras, pero Fyodor no parece molesto y en su lugar, ayuda a Chūya
a quitarse el abrigo y la ropa en general para cambiarla por prendas más cómodas.
Todo sin soltar jamás el libro.
Chūya deja que Fyodor lo arrope y abrace una vez
se van a la cama, pero obviamente, Chūya no está para nada cerca de poder
dormirse.
Tres o cuatro horas después se escurre de los
brazos del ruso y huye dando trompicones hacia la cocina, donde enciende la luz
y abre el libro en la primera página:
«Sakaguchi Ango se impacienta y aun creyendo que ese terco pelirrojo nunca
volverá, hace caso de las palabras de Dazai y todos los días, por las mañanas,
va a sentarse al aeropuerto por lo menos tres horas. Navega en internet un
poco, trabaja también, de vez en cuando lee algún libro… Pero luego de cuatro
meses haciendo lo mismo, pierde las esperanzas del anhelado regreso».
Chūya quisiera reír porque él jamás hablaría con Sakaguchi
en la vida real. El tipo se la pasa viajando por todo Japón, sintiéndose el político
más importante e influyente de todo el país. Ridículo. Descuidadamente, avanza
un par de hojas más:
«—Hace tres
semanas desde la última vez que te veo, pensé que a estas alturas ya estarías
de vuelta con tu marido.
—Y yo
pensé que a estas alturas ya estarías muerto, pero como vez, la vida nunca nos
complace.»
Molesto. Eso realmente suena como algo que diría él.
Hojea otra vez y se detiene en las últimas páginas:
«Un grito,
de algo, tal vez alegría o terror, queda estrangulado en la garganta de Dazai
cuando sus ojos siguen, en una imposible cámara lenta, el anillo que Chūya
arroja al agua y que se pierde demasiado rápido en la corriente».
¿Eso quería Dazai? Chūya se limpia las lágrimas
que bañan sus mejillas y observa su mano. ¿Dazai pretendía que se deshiciera de
su anillo de compromiso sólo porque era su capricho? Molesto, va hacia la última
página y la relee hasta que la memoriza. Llorando y riendo, al mismo tiempo,
porque su cabeza y cuerpo no saben cómo reaccionar debidamente.
Quiere dejar el maltratado libro en el bote de basura,
pero no puede; la cosa esa parece aferrarse a sus manos y Chūya se ve volviendo
a los brazos de Fyodor con el pedazo de historia ridícula que Dazai escribió.
¿Acaso lo va a perseguir eternamente?
Mañana que Chūya pueda visitarlo, planea
escupirle todo su enojo y llorarle hasta que quede seco, hasta que pueda
dejarlo atrás y botar el libro sobre su tumba.