Chūya estaba
mirando una vez más por la ventana; era de noche y la luna llena y brillosa
resplandecía algo inquietante en medio del cielo. La lámpara sobre su
escritorio iluminaba la partitura recién terminada, aquella obra que en la
cabeza de Chūya sonaba tan bien…
La melodía no
tenía dueño, era simplemente algo que estuvo rodando durante días en la mente
del pelirrojo y que pedía a gritos ser plasmada.
Chūya suspiró
y a continuación cerró los ojos.
No iba a
negárselo, no, a él mismo jamás se mentiría.
Necesitaba los
finos y largos dedos de Fyodor frotando con entusiasmo el arco en las cuerdas
de su violonchelo, dándole vida a una historia que desconocía porque no era
suya, pero de la que igualmente se adueñaba cada que interpretaba. Siempre que Chūya
se encontraba con Fyodor y este le daba una demostración de lo maravilloso que podía
tocar, el corazón del pelirrojo aleteaba un poco, se ponía nervioso y torpe, en
el peor de los casos balbuceaba o se reía como estúpido; ¿por qué el ruso era
tan atractivo y caballeroso?, su voz profunda y aletargante por ratos, la
galantería con la que se movía e incluso la manera tan delicada y al mismo
tiempo firme con la que sostenía su preciado instrumento entre las piernas.
Chūya no podía
evitar imaginarse siendo esa caja de madera a ratos.
—Chūya… —Chūya
se reincorporó de la silla asustado. Dazai lo veía con los ojos brillosos y abrazaba
una bolsa de papel de la que sobresalían los cuellos de 3 botellas—. Sake,
—escupió antes de subirse a la cama y comenzar a abrir una de ellas. Chūya se
mordió el labio, su tolerancia al alcohol era nula y su relación con Dazai se
encontraba en términos precarios.
Hacía una
semana que no pisaba la habitación…
Pequeño e
ingenuo Chūya. Ni siquiera pudo terminar una de las botellas cuando ya todo le
daba vueltas y se sentía demasiado feliz.
Ambos estaban
en la cama, Dazai encima de él. No tenía camisa y Chūya tampoco; hacía calor,
la ventana permanecía abierta y las cortinas se movían un poco por la brisa
nocturna, la luz de la destellante luna se colaba a ratos y Dazai brillaba etéreo
y hermoso frente a él. Chūya tenía esta sensación burbujeante en el pecho que
lo instaba a sonreír, aunque sus mejillas dolían ya.
Ese día Chūya
estaba borracho, muy borracho, y se supone que en semejante estado es normal
olvidar sucesos, palabras… Para mala suerte de Chūya, él no es así. Cada roce,
cada beso, hasta el más mínimo gesto, Chūya puede recordar aún ahora con total claridad
todo lo que Dazai le hizo y le dijo. Fyodor parece poder leerle el gesto
compungido, porque sólo está en silencio frente a él, extendiéndole la mano
desde hace cinco minutos, rogándole con la mirada que vuelva a casa con él.
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