Las
manos de Dazai están temblando, sin embargo, la pluma en sus dedos no se detiene
y aunque las letras en partes resultan inentendibles, continúa escribiendo. Son
las 5 de la mañana de un sábado que se augura frío; es diciembre después de
todo. Hay nubes negras cubriendo el cielo en su totalidad y el soplido del viento
hoy brilla por su ausencia.
Para
cuando el reloj marca las 8 de la mañana, la enfermera de turno aparece con el desayuno.
Coloca la bandeja en la mesita junto a Dazai y saluda, pregunta también por el
estado de su paciente, pero este no hace atisbo de haberse percatado siquiera
de que alguien entró. Ella suspira y con tristeza en el gesto, acaricia
suavemente el hombro del castaño antes de abandonar la habitación.
A
las dos de la tarde la enfermera vuelve a aparecer, Dazai continúa escribiendo
y el desayuno, ya frio, también está en el mismo lugar. Ella lo recoge y en su
sitio coloca la comida a pesar de saber que, a su siguiente vuelta, seguirá
allí.
Son
las 7 de la noche, la enfermera repite el gesto. Saluda con una sonrisa
brillante y hace preguntas que mueren en la soledad de la habitación. Dazai,
como un autómata, sigue garabateando las hojas que ya se apilan sobre su mesa.
Los papiros y el tintero que Ango le llevó, hace varias horas que se
terminaron; ahora es una simple libreta y un vulgar lápiz con lo que Dazai
escribe.
A
la una de la mañana del domingo la doctora por fin visita a Dazai, corre por
los pasillos desde su consultorio y detrás de ella, le imitan dos enfermeros y
la enfermera que todo el día estuvo viéndolo. La entrada es abrupta y asusta a
Dazai, que suelta su libreta, desparramándose así las hojas por toda la habitación.
—¿Qué…?
¡Qué! —Sus ojos desorbitados y opacos se pasean por el rostro de los intrusos,
y todos lo ven con el semblante duro. Sólo es Elise, su rubia enfermera, que lo
mira con los ojos cristalinos y una sonrisa triste.
—Dazai…
—Es la doctora quien le habla y se acerca suavemente a él—, tus hojas se
cayeron, vamos, vuelve a la cama para que las recojan sin que las pises.
Dazai
ladea la cabeza y mira errático hacia el suelo, dándose cuenta de que, en
efecto, hay hojas por doquier; asiente y tembloroso se mete a la cama, cubriéndose
con las sábanas que enseguida comienzan a pintarse de rojo por la sangre que
brota de sus muñecas. Elise carraspea y con un gesto a penas perceptible, insta
a los enfermeros a salir de la habitación. Ellos obedecen y la doctora por fin
se acerca a Dazai, que se ha reincorporado y parece percatarse de su actual
estado.
—¿En
qué momento…? —Dazai se mira las muñecas descubiertas, llenas de su sangre que
no para de brotar.
—Hace
nada, —responde la doctora mientras Elise acomoda el escrito de Dazai en la
mesa y ella limpia las heridas—. Elise, ¿puedes ir por más sábanas, por favor?
Con la prisa, olvidé pedirlas. —Elise asiente y se apresura a salir.
—Yosano…
—¿En
qué estás pensando? —Yosano borra cualquier atisbo de sonrisa y amabilidad en
su rostro y presiona duramente los cortes del castaño—; maldita sea, Dazai, maldita
sea, llevabas tres meses sin hacerlo, ¡tres meses! —Dazai se ríe y eso hace que
Yosano presione aún más fuerte su muñeca.
—Lo
quiero, aunque me haga daño. Lo quiero aquí. —La doctora bufa.
—¿Puedes
ser más patético? Chūya está casado, no va a dejar al ruso, no a estas alturas.
Si continúa viniendo a ti es por pura lástima.
Yosano
se arrepiente casi al instante de haber dicho eso.
Pero
no importa porque Dazai ya lo sabe.
—Hubo
un tiempo en que él limpiaba estos cortes, siempre fue tan suave. Sus manos
cálidas y sus finos dedos me curaban con una delicadeza digna de llamarla amor.
—Ya
basta, Dazai.
—Era
tan lindo, tan puro. Sus ojos se iluminaban al verme vivo cada mañana y sonreía
cuando lo besaba despacito y nuestras narices chocaban.
—Dazai…
—Me
volvían loco sus sonrojos. Solía sentarse en mis piernas y mecerse de una forma
insanamente erótica, yo tiraba entonces de su cabello y le susurraba cosas al oído.
Si me concentro lo suficiente todavía puedo escucharlo gemir…
—¡Osamu!
—Yosano le suelta una bofetada y Dazai sonríe.
—Lo
siento, ya sé que acabo de escarbar un poco más.
Dazai
le tiende el escalpelo que esconde entre los vendajes de su brazo y con que el
que acaba de cortarse la pierna.
—Déjalo
ya. —Yosano parece querer llorar—. Te hace daño, se hacen daño, ¿por qué
ninguno lo entiende? ¿Por qué se siguen viendo?
—¡De
eso se trata el amor! —Yosano niega, Dazai se encoge de hombros, Elise entra
sin tocar la puerta.
Y
la escena se vuelve silenciosamente incómoda.
Yosano
es la primera en reaccionar y se acerca a Elise para susurrarle algo al oído,
se apresura entonces a la puerta, pero Dazai la detiene:
—Haz
que venga.
—No.
—El gesto de Yosano va más allá de «serio».
Intercambia
miradas un momento con el castaño y se va azotando la puerta.
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