Chūya tiene dos lunares pequeñitos debajo
de la clavícula derecha, uno de esos enormes, —que parecen manchas—, en el
muslo interior izquierdo, y varios más esparcidos por su espalda. Las manos que
siempre esconde bajo los guantes son excesivamente suaves y sus uñas están
arregladas; su piel en general es tersa, pero en varios lugares está un tanto
arruinada.
Hay muchas cicatrices pequeñas cerca de
sus costillas, estómago y a lo largo de sus brazos. También se alcanza a sentir
una abultada, grande, como las que quedan luego de una operación, en su espalda
baja.
Dazai imagina de dónde provienen algunas,
sin embargo, hay otras de las que simplemente no tiene ni la más mínima idea. A
pesar de todo, bajo la luz de la habitación de Chūya, parado frente al enorme
espejo de marco negro, Dazai contempla desde otros ojos su nuevo cuerpo.
Y no le importa saber cómo pasó, o
siquiera si el cambio es real, sólo está interesado ahora en contemplar lo
hermoso que Chūya llega a ser debajo de todas sus capas de fea ropa. En lo que
le gustaría dejar de ser un hijo de puta y poder decirle a Chūya que es
precioso y siempre lo ha querido proteger.
En lo que le gustaría no haber dejado que
Chūya se lastimara alguna vez.
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