Fyodor permanece dubitativo frente al tablero de ajedrez, las piezas
de su lado —blancas— intactas a excepción de una; sentado en el suelo, unos
pasos detrás de él, Chūya juega con aquella exclusión. La reina se camufla
fácilmente con sus dedos debido a los guantes, hay una expresión aburrida en su
rostro:
—¿Estás cansado, Chūya? —Fyodor hace girar su silla para mirarlo, Chūya
eleva de inmediato la mirada y sonríe.
—No. —Gateando avanza hasta el ruso y acomoda la cabeza en su regazo,
Fyodor entierra los dedos en su cabello azul, muy sedoso. Acaricia con
vehemencia, embriagándose por el tacto, Chūya se abraza con más fuerza a sus
piernas y entrecierra los ojos.
—¿Has memorizado ya la información que te di? —Chūya asiente distraídamente,
acercando más la nariz al muslo de Fyodor, su respiración caliente hace que los
ojos del ruso destellen oscuros de pronto—. Tan inteligente… —Chūya se empuja
más contra aquella zona y sus manos su mueven sutilmente por las piernas
contrarias, no obstante, Fyodor detiene abruptamente todos sus avances.
Empujando la silla y poniéndose en cuclillas para estar frente a
frente, Dostoyevski toma la barbilla de Chūya entre sus dedos y la pellizca
suavemente. —Eres mi reina—, le dice. Sus ojos púrpuras aún tienen una densa
capa de oscuridad encima—; blanca y pura.
Antes de soltarlo, se acerca una vez más para besarlo, pero el roce es
más suave que el batir de alas de una mariposa y Chūya se siente profundamente
engañado. Cuando Fyodor se reincorpora y le da la espalda para marcharse, Chūya
permite que sus ojos destellen con el brillo de la insatisfacción y sus manos
se hagan puños, rompiendo con molestia la pieza de ajedrez que permanece
atrapada en su palma.
A la mañana siguiente, Chūya se sienta solo en la pequeña mesa de la
cocina y come un insípido desayuno basado en arroz.
Fyodor no está.
El pie descalzo de Chūya se bambolea, primero suavemente, luego
violentamente; se detiene hasta que termina pateando la silla a su lado y esta
se rompe al chocar contra la pared. No contento, clava uno de sus palillos en
la mesa y el otro lo tritura hasta hacerlo polvo. Luego, sin detenerse a
pensar, voltea la mesa y la comida encima sale volando, esparciéndose el arroz
y sopa en el suelo de madera. Chūya hace una pausa para mirar sus manos, la
piel blanca e inmaculada, inhumanamente suave.
Tan perfecto como Fyodor quiere.
Al final, ¿quién es él? ¿Su existencia se limita a ser la reina blanca
en el ajedrez de Dostoyevski? ¿Siempre fue así?
Desde el último ataque a la mafia en Yokohama se siente enojado; al
ver el puerto iluminado por las lámparas tenues y los barcos allí atracados,
los múltiples hombres de negro que lo rodearon y apuntaron con sus armas… No se
lo dijo a Fyodor, pero cuando el líder de aquel escuadrón lo llamó «Nakahara»
con un tono total de incredulidad y al mismo tiempo, respeto, sintió el atisbo
de un latido familiar en su corazón que lo hizo dudar por un momento.
En medio de su desastre, Chūya se aprieta la cabeza con ambas manos,
hay un dolor insoportable repentino. Se siente como una licuadora a máxima
velocidad batiendo su cerebro, ablandando sus piernas al punto de hacerle
imposible el mantenerse en pie.
Unos minutos después, Chūya está en el suelo hecho un ovillo, ojos
rojos, lágrimas sangrientas manchando la pulcritud de sus mejillas. Sus uñas se
clavan con desespero en su cuero cabelludo, queriendo extirparse el cerebro
para buscar sus recuerdos y alejar el dolor, generándose más heridas en su
maniaco proceso.
Cuando Fyodor regresa, se queda quieto un momento bajo el marco de la
puerta, observando el caos que hay en la habitación. El desastre que representa
Chūya tirado en el suelo, bañado en sangre y como muerto.
La mujer que está detrás de él lo aparta bruscamente, haciéndolo
reaccionar, así que antes de que ella alcance a Chūya para ver su estado,
Fyodor la empuja y recoge a la reina entre sus brazos, manchándose
completamente con la sangre también. Sus manos temblorosas tratan de limpiar el
rostro de Chūya, y aunque en su expresión no parece realmente afectado, entre
sus dientes castañeando se escapan juramentos que nadie mas que él puede
entender.
El cuadro final es impresionante: blanco manchado de rojo.
El castigo en el crimen de alguien.
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