Los señores Nakahara ya no se ríen diez
años después, cuando los dibujos cambian por cartas y poemas escondidos en su
buzón cada fin de semana. Cuando Osamu, el adolescente de la casa de a lado,
que siempre viste de negro y tiene un aura desafiante y petulante, ya no se
conforma con mandarle besos a su hijo desde lejos y en su lugar, lo acorrala en
los pasillos del instituto al que asisten.
Chūya es un chico precioso, sí, pero es hombre, a fin de cuentas.
Todos los días corre luego de que su
padre lo deja en la entrada de la escuela hacia su salón, evadiendo a medio
plantel sin importarle ser grosero.
Corre porque sabe que Dazai ya está allí,
sentado en la banca de la esquina izquierda, con la chaqueta azul colgando del
respaldo de su silla y la mochila puesta sobre su mesa, apoyando la barbilla
sobre su puño derecho mientras observa la puerta por donde él entra.
—Buenos días. —Le dice, y la cara de
Chūya automáticamente se torna roja y las piernas le tiemblan.
Entonces Chūya avanza hacia su dirección
—no sin antes cerciorarse de que nadie está cerca— y lo besa.
A Dazai le gusta mucho su vecino y a su
vecino también le gusta mucho él.
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